"La comida entre páginas".

Publicado originalmente en "Moleskine literario" de Iván Thays. Aquí mismo tienes el enlace.
En la última novela de Mario Vargas Llosa, El héroe discreto (Alfaguara), los personajes comen un seco de chabelo. Me imagino que para los que no viven en Lima, lo que comen esos sujetos es un enigma. La comida ha formado parte de la literatura desde hace muchos siglos, y de esa unión incluso se ha originado el adjetivo “pantagruélico”. Karina Sáinz Borgo ha escrito en “Marabilias” sobre la relación literatura-gastronomía en 35 recetas. Un estupendo artículo que bien podría estar firmado por el mismo Bill Buford (autor de  la magnífica Calor).
Sopa Chowder, mencionada por Melville



Dice la nota:
Comida y literatura no son incompatibles. Muchos personajes se construyen por lo que comen: el perrito caliente de Ignatius Reilly en La conjura de los necios (1980), la azucarada limonada que bebe el periodista creado por Antonio Tabucchi en las páginas de Sostiene Pereira o la sopa de tortuga y los pasteles de perdiz de Tolsti en Guerra y paz. Entrando en las rendijas que quedan abiertas entre las historias y quienes la escriben, encontramos verdaderos manjares, también amargos bocados. Puede que no exista papilla más agria que la mazamorra de maíz –granos de la mazorca hervidos con agua, aliñados con bicarbonato y leche- que empuja entre cucharada y cucharada el veterano de la Guerra de los Mil Días en El coronel no tiene quien le escriba, de Gabriel García Márquez.
Existen menús más elaborados. Pero eso tiene su explicación, así como Roberto Bolaño se contentaba alimentando a Ulises Lima y Arturo Belano –desaforados detectives- con copiosas copas de mezcal Los Suicidas, un escritor como Alejandro Dumas, nieto de un maître del duque de Orlèans, no se podía permitir cualquier alimento en sus novelas. Dumas sentía pasión por la buena mesa, no en vano escribió su Diccionario de la gastronomía, editado en España por Gadir. La comida está presente en todas las novelas del francés, especialmente, en Los tres mosqueteros. Portos, uno de sus héroes, de muy buen comer, relata al lector su menú preferido, constituido por una sopa de mejillones a base de caldo de ave, triturado de tomate y ajo, y un suculento trozo de carne.
Hay platos más contundentes, sin duda. Si hablásemos tan solo de los que describe Pepe Carvalho, el detective creado por Manuel Vázquez Montalbán, tendríamos para un libro. De hecho, hay uno:Las recetas de Pepe Carvalho (Planeta), además de una ruta gastronómica por la Barcelona del detective y que incluye sitios como Casa Leopoldo, Can Majó o Casa Solé. Menos elaborada que las crepes de cerdo con alioli del catalán, está la sopa Chowder de Moby Dick, típica en los Estados Unidos. Se trata de una versión enriquecida de cualquier sopa cotidiana. Se le añade sal y algo de tocino y, para que cuaje, harina o galletas. Justo esa sopa es la que comen los marinos de la isla de Nantucket en las páginas de la novela de Herman Melville. Se trata de una comida contundente, hecha para cazadores de ballenas. Sobre la sopa chowder dijo el escritor Joseph H. Lincoln: “Es un plato para la guerra. Creo que la batalla de Bunker Hill se ganó gracias al aporte calórico de esta sopa”. En el apartado caldos no se puede dejar por fuera la sopa de carne y verdura que prepara J.M Coetzee en Juventud.
(…)
Hay un personaje culinario de la literatura inolvidable: es Madame Maigret, esposa de Jules Maigret, el comisario de la policía judicial francesa creado por Georges Simenon. La señora Maigret –Louise- es una constante en las 78 novelas en las que el inspector degusta, en el comedor de su casa parisina del Boulevard Richard Lenoir, unas caballas al horno, gallina hecha en una cazuela, brandadas de bacalao o el famosísimo pollo al horno que ha hecho a esta mujer un personaje ineludible de la novela negra europea. Tal fue la importancia de su sazón, que sus recetas fueron recogidas por el periodista gastronómico francés Robert.J Courtine en el libro Las recetas de Madame Maigret, publicado en España por Ediciones B en 1988
Otro libro que recopila guisos y bocados literarios es El sabor de la eñe. Glosario de gastronomía y literatura, un magnífico volumen realizado por el Instituto Cervantes que contiene 59 breves “bocados literarios” de 57 autores españoles e hispanoamericanos acompañados por las correspondientes recetas para elaborar esos alimentos. En sus páginas es posible encontrar de todo: la alboronía –fritada de plátano, berenjena, calabaza y tomates típica de Colombia- de Gabriel García Márquez en El general en su laberinto; el tacacho (preparado de plátano y manteca) con cecina que se elabora en la selva peruana y que aparece en Pantaleón y las visitadoras, de Mario Vargas Llosa; el bife argentino de Los Fantasmas, de César Aira; el cebiche peruano que menciona Fernando Iwasaki en Inmenso estrecho II; el pebre chileno de Antonio Skármeta en El cartero de Neruda; los chiles en nogada de Ángeles Mastretta; la enchilada mexicana que Elena Poniatowska cuenta en Tinísima o la hallaca venezolana de Federico Vegas en Sumario. También están las ensaimadas de Almudena Grandes en Modelos de mujer, la tortilla de patatas de Manuel Vilas o el bartolillo de Manuel Longares.
Hay platos e incluso bebidas que los lectores no olvidan, como las Codornices en pétalos de rosa que prepara Tita en Como agua para el chocolate de la mexicana Laura Esquivel, cuyos ardientes bocados despiertan la libido de los personajes, pero también de los que leen. La cerveza de mantequilla de la que habla J.K Rowling en Harry Potter o el pan de Lembas que Tolkien ‘horneó’ para El señor de los anillos. Hay quienes suspiran por los platos de infancia, campo y mar que narra la escritora británica Enid Blyton o, por el contrario, quienes recuerdan con desagrado las lasañas congeladas que come Jed Martín tras regresar de una copiosa cena de navidad con su padre en El mapa y el territorio, una novela en la que, sin embargo, Michel Houellebecq aporta infinidad de restaurantes reseñados en la Guía Michelín.
Si de postres se trata, hay una buena lista de recetas y menciones literarias al respecto. Existe una tarta, cuyo origen algunos atribuyen a la región de Alsacia: se trata del pastel Strasbourg, relleno en su interior de crema pastelera y praliné helada y cubierta de una cáscara de almendras con medallones de chocolate. Fue muy popular en la Inglaterra victoriana, lo que explicaría por qué un bocado de este postre hizo perder la cabeza a Sherlock Holmes, detective creado por Arthur Conan Doyle, quien lo come con absoluto deleite en El Aristócrata solterón , cuento que da nombre a la compilación de relatospublicada por Conan Doyle sobre su investigador. Están, por supuesto, los bombones de chocolate que Delia Maraña ‘prepara’ en Circe, un cuento de Julio Cortázar incluido en Bestiario y que se dice, apócrifamente, fue escrito durante una época en la que el escritor argentino vivía obsesionado con la comida. Cuentan que cuando su madre le servía, hurgaba en ella con ansiedad, buscando algo –un pelo, una extremidad de insecto, lo que fuera- y esto lo expresa -aliñado con algo de literatura fantástica- en ese relato. Hay quienes aseguran que vez terminado el cuento, Cortázar comenzó a comer con gusto y agrado. Pero para dulces, un clásico con el que damos por declarada la sobremesa: la magdalena mojada en te que Marcel toma para conciliar el sueño en En busca del tiempo perdido.

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