“El club de los asesinos de letras” de Sigismund Krzyzanowski; por Patricio Pron.



Publicado originalmente en "Prodavinci". Aquí tienes el enlace.
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Un escritor puede dejar de escribir por decenas de razones; también porque, obligado a escoger entre la literatura y la vida (una obligación que viene de antiguo y que soslaya el hecho de que la literatura, y su lectura, son una parte de la vida, acaso la mejor de ella), escoge la vida, ya que “si en el estante de una biblioteca hay un libro de más es porque en la vida hay un hombre de menos” (5).
Quien dice esto es alguien que ha dejado de escribir. Nunca sabremos su nombre, sólo que es miembro de un club de escritores que no escriben, que “asesinan” las letras que hubiesen sido impresas en unos libros que no verán la luz.
La tradición del club en la literatura es larga y entronca con la de la sociedad secreta, que le presta algunos de sus elementos y la mayor parte de sus posibilidades narrativas (piénsese en El club de los negocios raros de Gilbert K. Chesterton, por ejemplo), pero es inusual que diga algo acerca de la vida del autor que escribe sobre él; sin embargo, El club de los asesinos de letras es lo más cerca que estaremos nunca de comprender quién fue Sigismund Krzyzanowski, que escribió alrededor de tres mil quinientas páginas de gran calidad literaria pero no publicó ni una sola de ellas a lo largo de su vida.
Al igual que en otras obras con el club como tema, la de Krzyzanowski tiene un carácter episódico apenas disimulado: sus capítulos (que se corresponden en mayor o menor medida con cada intervención de los miembros) funcionan, en ese sentido, como relatos breves. En el primero, el escritor que ha dejado de escribir cuenta cómo tuvo que vender sus libros para poder desplazarse junto al lecho de su madre enferma y de qué manera, desde entonces, le bastó contemplar la estantería vacía para que se le ocurriesen nuevas historias mediante la combinación de los títulos desaparecidos (“uno a uno, fui cogiendo mis libros imaginarios, los fantasmas que llenaban el vacío entre los tableros negros de mi antigua estantería y, sumergiendo sus letras invisibles en tintas más ordinarias, los fui convirtiendo en manuscritos y los manuscritos en dinero”, afirma, 10). En el segundo, una operación matemática (Guildenstern y Rosencrantz se multiplican en Guilden, Stern, Rosen y Crantz, y Ofelia en O y Felia) otorga nuevas posibilidades a la pieza de William Shakespeare Hamlet. En el cuarto se reúnen los pasajes evangélicos en los que Jesús prefiere no hablar para sugerir la posibilidad de un quinto evangelio, un “Evangelio del silencio” pendiente de reconstrucción. En el quinto, un cadáver es utilizado para confeccionar una especie de autómata manipulado mediante una máquina de escribir.
Las claves de interpretación de El club de los asesinos de letras se vuelven algo más visibles cuando un personaje, al escuchar la historia del evangelio del silencio, propone a su autor el título de “Autobiografía” (75). La literatura como palimpsesto, la imposibilidad de hablar del silencio sin desvirtuarlo (“¿Para qué vas a callar al silencio?” dice una canción argentina), la posibilidad de que todo lo escrito sea fútil son temas que Krzyzanowski desarrolla a la manera de Jorge Luis Borges, convirtiendo una idea acerca de la ficción en una ficción ella misma, pero, detrás de todas estas visiones (negativas, podríamos llamarlas) de la literatura, existen circunstancias vitales en el caso del autor soviético que se ponen de manifiesto en clave simbólica en el sexto relato del libro, donde un régimen totalitario obtiene mediante la innovación tecnológica una forma eficaz de adquirir la soberanía de los cuerpos de sus ciudadanos, eliminando la disidencia y obteniendo una fuerza laboral sumisa y eficaz (“máquinas éticas”, 98); parece evidente que ese régimen fue para Krzyzanowski el soviético (*): parece evidente, también, que publicar El club de los asesinos de letras hubiese sido una condena a muerte para su autor: en ese sentido, y al igual que su personaje, Krzyzanowski tuvo que escoger entre la literatura y la vida, y escogió la segunda.
Leída en esa clave, la advocación de esta novela al silencio (y los vínculos con la vida de su autor, que hizo de ese silencio el precio a pagar para mantenerse con vida en los tiempos que le tocaron vivir) adquiere un significado político y biográfico. Los asesinos de letras de la novela escogen el silencio literario por razones diversas y no siempre explícitas, pero su silencio también es una forma de resistencia. Fue la que practicó Krzyzanowski, quien (como afirman sus editores españoles no sin ironía) “tuvo la fortuna de morir en su cama en plena época estalinista”.
(*) La asociación resulta aun más evidente si se considera la historia de Sag, quien “escribía relatos en sus ratos de ocio. Naturalmente, en secreto y ‘para su propio disfrute’, pues encontrar a ‘otros’ interesados en este siglo de los ex [los ciudadanos despojados de su voluntad], cuando la literatura estaba tan cercenada como los ‘mundos interiores’, era simple y llanamente misión imposible. Pues bien, en una novela de Sag titulada, creo, ‘El desconectado’, se contaba la historia de una especie de intelectual genial que durante una revuelta ocurrida en su insignificante ciudad llegó a crear su propio sistema, descubriendo nuevas ideas y pensamientos. Apresado, se le incluyó en un colectivo de autómatas condenado a realizar, sin parar, un día tras otro, un trabajo de lo más simple que consistía en cinco o seis operaciones repetitivas y alienantes, de tal modo que se sentía incapaz de comunicar a la humanidad su idea de salvación. En un mundo donde la acción y el pensamiento, las ideas y su materialización, eran parcelas aisladas y sin ninguna conexión entre sí, él era precisamente un ‘desconectado’” (114-115).

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