
Muchas veces la literatura se hace preguntas, interrogantes que se disparan desde el mundo real e ingresan en la ficción para evitar la llegada de un racionalismo tranquilizador. Una vez asistí en Alemania a un encuentro con la escritora surafricana Nadime Gordimer, bendecida por el premio Nobel de Literatura. Las novelas de Gordimer representan la Suráfrica del
Apartheid pero la escritora se limitó a leer sus párrafos con tal aburrimiento y distancia que decidí salirme de la sala. Suráfrica siempre sonó a una colonia de granjeros y mineros reaccionarios. Lo fue desde el punto de vista más escalofriante. No en balde fue puesta a un lado, expulsada del trato internacional por su conducta supremacista. No sólo existía una separación geográfica entre las razas o pases especiales para circular en urbanizaciones de blancos sino que hasta la Ley de Inmoralidad de 1950 se inmiscuyó en lo más privado de los ciudadanos al prohibir la “fornicación ilegal”, y “cualquier acto inmoral e indecente” entre una persona blanca y una persona africana, india, o de color. En esa sociedad de insolentes y depredadores raciales, Nelson Mandela estuvo 27 años hundido en una cárcel. Salió de ella para perdonar a sus enemigos y después de entonces su país cambió para siempre.