Publicado originalmente por Edmundo Paz Soldán en "Prodavinci". Aquí tienes el enlace.
Una
tarde de verano el multipremiado escritor irlandés John Banville se
puso a escribir una novela policíaca y decidió publicarla bajo el
seudónimo de Benjamin Black. Los que creían que sólo se trataba de un
divertimento se sorprendieron de la calidad de El secreto de Christine (2006).
Casi una década después, con siete novelas publicadas con el agrio
patólogo Quirke como personaje principal, Black es tan respetado que los
herederos de Raymond Chandler no dudaron en ofrecerle que se encargara
de “resucitar” al icónico Philip Marlowe.
El que dudó en aceptar fue
Black –¿o se trataba de Banville?–. No debió hacerlo: el resultado, La rubia de ojos negros(Alfaguara), es una novela de alta calidad que cumple con creces el triple cometido de devolvernos al mundo noir de
Chandler, confirmar el talento de Black para el policial y mostrarnos
que, incluso adoptando los manierismos de un escritor muy conocido,
Banville es uno de los mejores estilistas de la lengua inglesa.
El género policial se caracteriza por la variedad dentro de la similitud. En las primeras páginas de La rubia de ojos negros,
descubrimos un territorio tan familiar, tan mítico ya, que sorprende
pensar que alguna vez fue original para los lectores. Ahí está el
solitario y melancólico Philip Marlowe, en su despacho, observando por
la ventana el paso de los autos y la gente. De pronto, suena el timbre,
aparece en escena Clare Cavendish, una heredera de un emporio de
perfumes, “rubia, con unos ojos negros, negros y profundos como un lago
de montaña”, y la trama echa a andar. La debilidad de Marlowe son las
mujeres, y ella no es la excepción: “Por alto que seas, algunas mujeres
te hacen sentir más bajo que ellas. Aunque Clare Cavendish era más
pequeña que yo, me sentí como si la mirara desde abajo”. Clare quiere
buscar a Nico Peterson, un ex-amante, y Marlowe sospecha que no debería
meterse en ese lío, pero, simplemente, no puede no hacerlo.
La trama de la novela es compleja y eficiente:
involucra a corruptos hombres de negocios –¿las hay de otro tipo en un
policial?– y a estafadores de poca monta que se hacen pasar por muertos,
en un recorrido que va desde clubs privados hasta las residencias de
los ricos. Marlove circula por Bay City recibiendo golpizas sin dejar de
lado su sarcasmo ni su talento para atar todos los cabos. En el
trayecto aparecen las marcas del estilo de Chandler: el diálogo punzante
(“Soy Edwards, Everett Edwards. En realidad, Everett Edwards Tercero”.
“¿Quieres decir que ya ha habido dos como tú?”), los similes acertados
(“Yo permanecí hierático e impasible, como uno de esos indios de madera
que colocan a la entrada de los estancos”), la ironía (“Su expresión se
endureció, lo que no era fácil en un rostro como el suyo”), la capacidad
descriptiva para evocar el ambiente tan soleado como sombrío del sur de
California (“El cielo parecía una cúpula de un limpio azul que se iba
oscureciendo hasta tornarse violáceo en el cénit”).
Para reconstruir el mundo de Chandler, Banville/Black
toma prestados ciertos motivos del cine y la pintura del período; se
fija, por ejemplo, en una secretaria en el interior de una oficina,
inclinada sobre la máquina de escribir, y esas líneas convocan de
inmediato a un cuadro de Edward Hopper. Black también le agrega a
Chandler un diálogo continuado con motivos irlandeses, desde bares a
camareros a guiños a Oscar Wilde. Y, por supuesto, hay ciertas frases
que sólo podían haber sido escritas por Banville: “Los murciélagos
chillaban y aleteaban, como fragmentos de papel carbonizado sobrevolando
una hoguera”. Lo cual lleva a preguntar cómo es posible que este
escritor haya podido escribir una brillante novela de Chandler sin dejar
de ser Black o Banville. Ése, y no otro, es el principal misterio de La rubia de ojos negros.
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