Publicado originalmente en "Prodavinci". Aquí tienes el enlace.
Acudí hace poco a un
acto público del filósofo Javier Gomá Lanzón, de quien he leído con
gusto algunos de los ensayos de su tetralogía sobre la ejemplaridad. En
el acto apuntó algunas ideas sobre la vanidad literaria, que ya había
avanzado en este artículo,
aunque en su intervención hablada amplió su razonamiento. Según su
hipótesis, a diferencia de otras manifestaciones artísticas como el
teatro o la música, que se realizan frente al público y obtienen la
inmediata recompensa del aplauso (recordó una anécdota de Fernando
Fernán Gómez), la creación literaria es un acto solitario (la escritura)
que viaja hasta otro acto solitario (la lectura), y esa distancia ha
creado lo que denominó “la nostalgia del aplauso” de los escritores. El
paso de la literatura oral a la escrita, a juicio de Gomá Lanzón, tiene
muchas consecuencias históricas, pero entre ellas destacó esta de la
pérdida del agradecimiento directo del lector al escritor.
Agradecimiento que se restituye gracias al halago en persona. Así
termina, medio en broma y medio en serio, su artículo:
“Sé
indulgente, lector, con la vanidad literaria, esa pasión dominante. Si
tenías pensado elogiar algo mío, hazme llegar tu opinión sin tardanza
por tierra, mar o aire. Cuando amague un gesto de fingido recato, no te
dejes llevar por las apariencias. Tú sigue y sigue. Me va la vida en
ello.”
Por ello, concluía Gomá en su intervención hablada, el halago, el hecho de que nos solacemos con el elogio de otro hacia nuestro texto, es el verdadero objeto de la literatura, la razón por la cual escribimos.
Y ahí es donde no estoy de acuerdo, y donde planteo mi propio —y humilde y de seguro equivocado— parecer.
En otro momento de su charla insistió Gomá en lo apropiado del término prestar atención; la atención del oyente —dijo— no se regala, sino que se presta; como tal préstamo, se entiende que será devuelta con intereses,
sin entender éstos en sentido crematístico, claro está, sino
conformados por el interés o intereses diversos que la charla, la
conferencia, el libro, han deparado al lectoespectador. Aquí me gustaría
alargar un poco este argumento a partir de Gomá.
La actividad del escritor también busca que se le preste atención, no el halago (algunos habrá que necesiten el
halago, pero no es así para otros). Para algunos escritores, entre los
que me cuento, el increíble número de publicaciones literarias actuales,
así como la diversidad de ofertas de ocio que tenemos incluso sin salir
de la propia casa, hacen que consideremos un privilegio el hecho de ser leídos, en el sentido literal, puesto que el lector privilegia nuestro
libro al leerlo, prefiriéndolo y jerarquizándolo frente a miles de
posibilidades a su alcance, literarias y no literarias. Ese hecho de ser leído,
que a la vista de la caída imparable de las ventas de libros ha pasado
de ser algo habitual a ser algo cuasi milagroso, es suficiente agradecimientoen sí mismo. Es decir: ¿no es disparatado que, tal y como están las cosas, solicitemos al lector que compre el libro, que lo lea y que, no contentos con ello, nos felicite por él? El halago es una propina absolutamente inmerecida y que, cuando llega, debería tratarse como tal. En mi caso, el fin de la literatura, mi vocación,
es ser leído. Cuando alguien me dice “estoy leyendo tu libro”, sea
comprado o sea sacado de una biblioteca pública, me doy por
infinitamente agradecido. No quiero saber más. Me siento honradísimo ya
con esa deferencia, y me gustaría cortar la comunicación ahí, preferiría
no tener noticias del resultado final, sea bueno o malo. Lo que venga
será por añadidura. Yo ofrecí mi libro y el lector me ha ofrecido, nada
menos, leerlo. Un trato perfecto, redondo.
Ser leído, sin más. Ahí, entiendo, está el pago justo y más que suficiente para compensar un trabajo solitario de años.
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