Por Patricio Pron | 20 de Septiembre, 2013
Dylan Thomas nació en Swansea (Gales) el 27 de octubre de 1914 y murió en Nueva York el 9 de noviembre de 1953; entre ambas fechas, trece libros (incluyendo los fundamentales El mapa del amor, Retrato del artista cachorro y Bajo el bosque de leche), decenas de apariciones radiales en la BBC, tres hijos (Llewelyn, Aeronwy y Colum), cientos de litros de alcohol (sus muy famosas últimas palabras fueron: “He bebido dieciocho vasos de whisky: creo que es todo un record”) y numerosos amoríos.
Aunque estas Cartas de amor podrían parecer dedicadas a este último aspecto de su vida, lo cierto es que los abarcan todos: el retrato que trazan es el de un escritor torrencial de juicios literarios demoledores (“Me gustaría tener una mente ordenada, pero rara vez la tengo. Es como si mi inteligencia se deshilachara en hebras de ideas medio recordadas, en fragmentos de hechos medio vividos”, 28) que también sabía promover el talento de los demás, un magnífico interlocutor epistolar (“Lo único que sé es que preferiría hablar contigo, pero que tengo que escribirte porque estás a miles de millas de distancia, en el tibio y amargo norte”, 99), un amante verborrágico y voluble (“Escríbeme pronto, lo antes que puedas, y dime que realmente sentías todo lo que me dijiste sobre aquello de que me querías. Si me dices que no[,] me cortaré el cuello o me iré al cine”, 69), un esposo devoto y escasamente confiable, una persona que podía sentir la gratitud que en otros es tan improbable (“Me has regalado una vida y me dispongo a vivirla”, 130), alguien sumamente impresionado por su capacidad de trabajo y por su enorme sed, y víctima de ambas.
A menudo es difícil encontrar un escritor que pueda estar enamorado de alguien más que de sí mismo (eso sucede también con sus viudas, por cierto); por el contrario, Dylan Thomas parece haber estado dotado de un notable talento para enamorarse: como todas las personas con ese talento, quizás diera mucho más de lo que recibía. Lo demuestran estas cartas, por las que circulan también los ínclitos Malcolm Lowry, Henry Miller, Edith Sitwell, Igor Stravinski y Cyril Connolly, a quien Thomas le dedica unas líneas merecedoras de ser incluidas en la antología del insulto literario: “Cyril Connolly [...] no triunfa sencillamente porque está demasiado ocupado, la gloria de este mundo es demasiado pequeña y él es demasiado grande para ella” (89, cursivas del autor).
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