Publicado originalmente en "El cultural" de "El mundo" (España). Aquí tienes el enlace.
'Informe del interior' es una especie de rompecabezas compuesto por cuatro piezas independientes, que sumadas esbozan un retrato. En la primera Auster aborda su infancia hasta los doce años a través de una sucesión de viñetas: los dibujos animados que veía en la televisión, la huella que le dejó 'La guerra de los mundos', la Guerra Fría, el descubrimiento de la condición de judío, las primeras historias que escribe, un primer amor infantil... El segundo texto se centra en dos películas que de niño le causaron un impacto enorme: una de ciencia ficción, 'El increíble hombre menguante', de Jack Arnold, y una policíaca, 'Soy un fugitivo', de Mervyn LeRoy. En el tercero salta a la primera juventud y entre los recuerdos se van intercalando las cartas que le enviaba a su novia y después primera esposa. Son los años de estudiante en Columbia y los posteriores en París, el periodo de las primeras tentativas serias de escritura, los estímulos intelectuales, los anhelos, las incertidumbres ante el futuro, la soledad en la Ciudad de la Luz, el amor... La cuarta parte está construida mediante una sucesión de imágenes -de películas, de ciudades, de anuncios...- que forman una suerte de fragmentaria memoria de infancia y juventud.
Aquí puede leer un fragmento de 'Informe del interior' (Anagrama).
Al principio todo estaba vivo. Los objetos más pequeños estaban dotados de corazones palpitantes, y hasta las nubes tenían nombre. Las tijeras caminaban, teléfonos y cafeteras eran primos hermanos; ojos y gafas, hermanos. El reloj tenía cara humana, cada guisante de tu plato poseía una personalidad diferente, y en la parte delantera del coche de tus padres la rejilla era una boca sonriente con numerosas piezas dentales. Los lápices eran dirigibles; las monedas, platillos volantes. Las ramas de los árboles eran brazos. Las piedras podían pensar, y Dios estaba en todas partes.
No era difícil creer que el hombre de la luna era un hombre de verdad. Veías cómo te miraba por la noche desde el cielo, y no cabía duda de que era la cara de un hombre. Poco importaba que aquel ser no tuviera cuerpo: en lo que a ti se refería seguía siendo un hombre a pesar de todo, y la posibilidad de que existiera una contradicción en todo aquello no se te pasó una sola vez por la cabeza. Al mismo tiempo, era perfectamente verosímil que una vaca fuese capaz de saltar sobre la luna. Y que un plato saliera corriendo con una cuchara.
Tus pensamientos más tempranos, restos de cómo vivías de pequeño en tu interior. Guardas sólo algunos recuerdos, elementos dispersos, breves destellos de reconocimiento que surgen inesperadamente en ti en momentos aleatorios: suscitados por algún olor, el tacto de algo, o la forma en que la luz recae sobre un objeto en el presente de la edad madura. Al menos piensas que recuerdas, te parece recordar, pero puede que no recuerdes en absoluto, o sólo rememores alguna evocación posterior de lo que crees que pensabas en aquel tiempo lejano que ya está casi perdido para siempre.
Tres de enero de 2012, exactamente un año después del día en el que empezaste a escribir tu último libro, tu ya concluido diario de invierno. Una cosa era escribir sobre tu cuerpo, el catálogo de los múltiples golpes y placeres experimentados por tu ser físico, y otra explorar tu mente tal como la recuerdas de tu infancia, que sin duda será una tarea más difícil: quizá imposible. Te sientes, sin embargo, impelido a intentarlo. No porque te consideres un objeto de estudio raro o excepcional, sino precisamente porque no lo eres, porque de ti mismo piensas que eres como cualquiera, como todo el mundo.
La única prueba que posees de que tus recuerdos no son enteramente engañosos es el hecho de que a veces incurres en la misma forma de pensar. A tus sesenta y tantos años persisten vestigios, el animismo de la primera infancia aún no se ha desterrado por completo de tu intelecto, y todos los veranos, cuando te tumbas en la hierba, observas las nubes viajeras y ves cómo se transforman en caras, en pájaros y animales, en estados, países y reinos imaginarios. Las rejillas de los coches te siguen sugiriendo dientes, y el sacacorchos continúa siendo una bailarina de ballet.
Pese a la evidencia exterior, sigues siendo quien eras, aunque ya no seas la misma persona.
Al pensar hasta dónde quieres llegar con esto, has decidido no cruzar la frontera de los doce, porque a esa edad ya no eras un niño, se avecinaba la adolescencia, atisbos de la edad adulta habían empezado a parpadear en tu cerebro, y te habías convertido en una persona diferente, ya no eras el pequeño cuya vida consistía en una incesante zambullida en la novedad, que todos los días hacía algo por primera vez, incluso varias cosas, o muchas, y ese lento progreso de la ignorancia hacia algo cercano al conocimiento es lo que ahora te interesa. ¿Quién eras, hombrecillo? ¿Cómo te convertiste en persona capaz de pensar, y si podías pensar, adónde te llevaban tus pensamientos? Desentierra las viejas historias, escarba por ahí, a ver qué encuentras, luego pon los fragmentos a la luz y échales un vistazo. Hazlo. Inténtalo.
El mundo, por supuesto, era plano. Cuando algún chico mayor intentaba explicarte que la tierra era una esfera, un planeta que describía una órbita en torno al sol junto con otros ocho astros en algo llamado sistema solar, no entendías lo que te estaba contando. Si la tierra era redonda, entonces todos los que estaban más abajo del ecuador se caerían, porque era inconcebible que una persona pudiera pasarse la vida viviendo al revés. El chico mayor trataba de explicarte el concepto de gravedad, pero eso también quedaba al margen de tu comprensión. Te imaginabas a millones de personas precipitándose de cabeza por la oscuridad de una noche infinita, devoradora. Si la tierra era efectivamente redonda, te decías a ti mismo, entonces el único sitio seguro era el Polo Norte.
Influido sin duda por los dibujos animados que tanto adorabas, pensabas que el eje de rotación sobresalía por el Polo Norte. Semejante a uno de aquellos postes giratorios a franjas que había a la puerta de las barberías.
Las estrellas, por otro lado, eran inexplicables. Ni agujeros en el cielo, ni velas, ni luces eléctricas ni nada que se pareciera a lo que tú conocías. La inmensidad del aire sobre tu cabeza, la enormidad del negro espacio que mediaba entre tu ser y aquellas diminutas luminiscencias, era algo que se resistía a toda comprensión. Encantadoras y benévolas presencias suspendidas en la noche, que estaban allí porque debían estarlo y por ninguna otra razón. Obra de Dios, sí, pero ¿en qué diantre estaría pensando?
En aquella época tus circunstancias eran las siguientes: la Norteamérica de mediados de siglo; madre y padre; triciclos, bicicletas y carritos; radio y televisión en blanco y negro; coches con palanca de cambios normal; dos apartamentos pequeños y después una casa en un barrio de las afueras; salud precaria al principio, y más adelante la fortaleza física normal de la niñez; colegio público; familia de esforzada clase media; ciudad de quince mil habitantes poblada de protestantes, católicos y judíos, todos blancos salvo por algunos negros, pero ni budistas, ni hindúes, ni musulmanes; una hermana pequeña y ocho primos hermanos; tebeos; Rootie Kazootie y Pinky Lee; «I Saw Mommy Kissing Santa Claus» [«Vi a mamá besando a Santa Claus»]; sopa Campbell's, pan de molde Wonder y guisantes de lata; coches con el motor trucado (bólidos) y cigarrillos a veintitrés centavos el paquete; un mundo pequeño dentro del grande, que para ti era entonces el mundo entero, porque el ancho mundo aún no estaba a la vista.
Armado con una horca, un furioso Farmer Alfalfa corre por un maizal persiguiendo al Gato Félix. Ninguno de los dos habla, pero sus actos van continuamente acompañados de una música metálica, acelerada, y mientras observas cómo ambos entablan otra batalla de su guerra inacabable, estás convencido de que son de verdad, de que esas figuras sin orden ni concierto, dibujadas en blanco y negro, están tan vivas como tú. Todas las tardes salen en un programa de televisión llamado Junior Frolics, presentado por un tal Fred Sayles, que tú conoces simplemente como el Tío Fred, el hombre de pelo plateado que es el guardián de ese reino de las maravillas, y como no sabes nada sobre la producción de esas películas animadas, ni siquiera estás al tanto del proceso por el cual cobran movimiento los dibujos, te imaginas que debe de haber una especie de universo alternativo en el cual existen personajes como Farmer Alfalfa o el Gato Félix: no como rasgos hechos a plumilla que dan saltos en torno a una pantalla de televisión, sino como criaturas tridimensionales plenamente encarnadas, tan grandes como adultos. La lógica requiere que sean grandes, porque la gente que sale en televisión siempre es más grande que sus imágenes en la pantalla, y la lógica también exige que pertenezcan a un universo alternativo, porque el mundo que tú habitas no está poblado por ese tipo de personajes, por más que te gustaría que así fuese. Un día, cuando ya tienes cinco años, tu madre anuncia que os llevará a ti y a tu amigo Billy al estudio de Newark desde donde se emite Junior Frolics. Allí verás al Tío Fred en persona, te asegura, y formarás parte del programa. Todo eso es emocionante, maravilloso, pero aún más fascinante es la idea de que al fin, tras meses de conjeturas, podrás ver en persona a Farmer Alfalfa y al Gato Félix. Por fin descubrirás el aspecto que tienen en realidad. En tu imaginación, ves cómo se desarrolla la aventura en un enorme escenario, un tablado del tamaño de un campo de fútbol, mientras el viejo agricultor cascarrabias y el artero gato negro se persiguen mutuamente en una de sus épicas escaramuzas. En el día señalado, sin embargo, nada resulta como esperabas. El estudio es pequeño, el Tío Fred tiene maquillaje en la cara, y después de que te den un paquete de caramelos de menta para que te hagan compañía durante el espectáculo, te instalas en tu asiento de la tribuna con Billy y los demás niños. Miras hacia abajo, a lo que debería ser un escenario, pero que en realidad no es más que el suelo de cemento del estudio, y lo que allí ves es un aparato de televisión. Nada especial, ni más pequeño ni más grande que el que tienes en casa. Por ninguna parte se ve al granjero ni al gato. El Tío Fred da la bienvenida al público del programa y luego presenta la primera película de dibujos. Se enciende la televisión y allí están Farmer Alfalfa y el Gato Félix, dando brincos de un sitio para otro de la forma en que siempre lo hacen, aún atrapados en la tele, tan pequeños como de costumbre. Estás absolutamente confuso. ¿Qué error has cometido?, te preguntas. ¿En qué te has equivocado? Lo real está en tan flagrante desacuerdo con lo imaginado, que no puedes desechar la sensación de que te han jugado una mala pasada. Aturdido por la decepción, apenas eres capaz de ver el programa. Después, al volver al coche con Billy y tu madre, tiras indignado los caramelos de menta.
Hierba y árboles, insectos y pájaros, pequeños animales y los sonidos que hacen mientras sus cuerpos invisibles se remueven entre los arbustos circundantes. Tenías cinco años y medio cuando tu familia dejó el pequeño apartamento con jardín en Union y se instaló en una vieja casa blanca de Irving Avenue de South Orange. No era grande, pero sí la primera en la que vivían tus padres, lo que también la convertía en tu primera casa, y aunque por dentro no era muy espaciosa, el jardín te parecía grande, porque en realidad eran dos jardines, el primero de ellos justo detrás de la casa con una pequeña zona de césped, bordeado por las flores de tu madre, en forma de media luna, y luego, como inmediatamente después de las flores había un garaje blanco de madera que dividía la propiedad en dos terrenos independientes, teníamos un segundo jardín, otro jardín trasero, que era mayor y más agreste que el primero, un dominio aislado en el que llevabas a cabo tus más profundas investigaciones sobre la flora y la fauna de tu nuevo reino. La única señal humana que allí había era el huerto de tu padre, que no pasaba de ser una tomatera, plantada no mucho después de que tu familia se mudara a la casa en 1952, y todos los años de los veintiséis y medio que le quedaban de vida, tu padre se dedicó a cultivar tomates durante el verano, los más rojos y gordos que nadie hubiera visto jamás en Nueva Jersey, cestas rebosantes de tomates todos los meses de agosto, tantos, que debía regalarlos antes de que se estropearan. El huerto de tu padre, que se extendía a lo largo de la fachada del garaje en el segundo jardín. Su parcela de terreno, pero tu mundo, y en él viviste hasta los doce años.
Petirrojos, pinzones, urracas, oropéndolas, tangaras coloradas, cuervos, gorriones, carrizos, cardinales, mirlos y algún azulejo de vez en cuando. Los pájaros no te resultaban menos extraños que las estrellas, y como su verdadero hogar estaba en el aire, pensabas que estrellas y pájaros pertenecían a la misma familia. El incomprensible don de volar, por no hablar de la multitud de colores, brillantes y apagados, los convertía en idóneos sujetos de estudio y observación, pero lo que más te intrigaba de ellos eran los sonidos que emitían, un lenguaje diferente hablado por cada especie de aves, ya fueran melódicos trinos o ásperos y desagradables gritos, y al principio estabas convencido de que hablaban entre ellos, de que aquellos sonidos eran palabras articuladas de un idioma especial de los pájaros, y lo mismo que había seres humanos de distintos colores que hablaban una serie infinita de lenguas, igual sucedía con las criaturas voladoras que a veces daban brincos por la hierba de tu jardín, cada petirrojo charlando con sus compañeros en una lengua que poseía su propio vocabulario y normas propias, tan comprensible para ellos como para ti era el inglés.
En verano: doblando una hoja de hierba por la mitad y silbando a través de ella; atrapando luciérnagas por la noche y paseándote con tu tarro mágico, luminoso. En otoño: metiéndote en la nariz las vainas que caían de los arces; recogiendo bellotas del suelo y lanzándolas lo más lejos que podías: muy dentro de los arbustos, fuera de la vista. Las bellotas eran manjares codiciados por las ardillas, y como eran los animales que más admirabas - ¡qué velocidad, qué saltos mortales en las alturas, entre las ramas de los robles!-, las observabas con atención cuando excavaban pequeños hoyos en el suelo para enterrar aquellos frutos. Tu madre te explicó que guardaban las bellotas para los meses de escasez del invierno, pero lo cierto era que ni una sola vez viste a una ardilla que las desenterrara en invierno. Llegaste a la conclusión de que hacían hoyos por el simple placer de cavar, de que les encantaba cavar y simplemente no podían dejar de hacerlo.
Hasta que tuviste cinco o seis años, incluso siete, quizá, creías que las palabras human being, ser humano, se pronunciaban como human bean, judía humana. Te resultaba desconcertante que la humanidad estuviera representada por aquella pequeña legumbre, tan corriente y vulgar, pero en cierto modo, tergiversando un poco tus pensamientos para dar cabida a ese malentendido, decidiste que la pequeñez de la judía era precisamente lo que le daba relevancia, que en el vientre de nuestra madre todos empezamos siendo no más grandes que una judía, y por tanto la judía era el símbolo más certero y eficaz de la vida misma.
El Dios que estaba en todas partes y reinaba en todas las cosas no era un poder de bondad ni amor sino de miedo. Dios era la culpa. Dios era el capitán de la policía celestial del pensamiento, el invisible y todopoderoso que podía entrar en tu cabeza y ver todo lo que pensabas, que podía oírte hablar contigo mismo y traducir el silencio a palabras. Dios siempre estaba vigilando, no dejaba de escuchar, y por tanto tenías que hacer gala de tu mejor comportamiento en todo momento. Si no, horrorosos castigos caerían sobre ti, tormentos indecibles, cautiverio en la mazmorra más oscura, condenado a vivir a pan y agua por el resto de tus días. Cuando fuiste lo bastante mayor para ir al colegio, descubriste que todo acto de rebelión acababa aplastado. Veías cómo tus compañeros quebrantaban las normas con ingenio y brillantez, inventando formas nuevas y cada vez más taimadas de crear el caos a espaldas de los maestros para salir continuamente impunes, mientras que a ti, siempre que sucumbías a la tentación y participabas en aquellas diabluras, acababan cogiéndote y castigándote. Sin falta. Ningún talento para las travesuras, lamentablemente, y te imaginabas a un Dios colérico burlándose de ti con un arrebato de carcajadas desdeñosas, comprendías que tenías que ser bueno... o atenerte a las consecuencias.
A los seis años. En tu cuarto un sábado por la mañana, nada más vestirte y atarte los zapatos (qué chico tan grande, tan capaz), plenamente dispuesto para entrar en acción, a punto de bajar y empezar la jornada, y mientras estabas allí de pie, a la luz de la mañana de principios de primavera, te invadió una sensación de felicidad, un eufórico sentimiento de bienestar y alegría, y un instante después te dijiste a ti mismo: No hay nada mejor que tener seis años, esta edad es con mucho la mejor que se puede tener en la vida. Recuerdas haber pensando eso tan claramente como te acuerdas de lo que has hecho hace tres segundos, aún resplandece en tu interior cincuenta y nueve años después de aquella mañana, con una claridad sin merma, tan luminoso como cualquier otro de los miles, millones o decenas de millones de recuerdos que has logrado retener. ¿Qué había pasado para que se produjera un sentimiento tan abrumador? Imposible saberlo, pero sospechas que tuvo algo que ver con la aparición de la conciencia, eso que les ocurre a los niños en torno a los seis años, cuando la voz interior se despierta y surge la capacidad de discurrir, cuando te dices a ti mismo que estás produciendo un pensamiento. En ese momento entra nuestra vida en una dimensión nueva, porque en ese punto adquirimos la aptitud de contarnos nuestras historias a nosotros mismos, de iniciar la ininterrumpida narración que continúa hasta el día de nuestra muerte. Hasta aquella mañana, existías simplemente. Ahora eras consciente de tu existencia. Podías pensar en ti como ser vivo, y una vez que eras capaz de eso, estabas en condiciones de saborear plenamente el hecho de tu propia existencia, es decir, podías decirte a ti mismo lo espléndido que era vivir.
1953. Aún con seis años, unos días o semanas después de aquella trascendente iluminación, otro giro decisivo en tu progreso interior, que por casualidad se produjo en un cine de alguna parte de Nueva Jersey. Sólo habías ido al cine dos o tres veces, a ver en cada ocasión un film de dibujos animados para niños (me vienen a la cabeza Pinocho y La Cenicienta), pero a películas con personas de verdad sólo habías tenido acceso en televisión, principalmente westerns de bajo presupuesto de los años treinta y cuarenta, Hopalong Cassidy, Gabby Hayes, Buster Crabbe y Al «Fuzzy» St. John, anticuadas historias de pistoleros en las que los buenos llevaban sombreros blancos y los malos bigote negro, películas que habías disfrutado de principio a fin y en las que creías con firme convicción. Entonces, en algún momento del año en el que cumpliste los seis, te llevaron - tus padres, sin duda, aunque no los recuerdas a tu lado- a ver una película que se proyectaba por la noche. Era la primera vez que ibas al cine que no fuera la sesión matinal de los sábados, a ver no una de dibujos animados de Disney, ni una antigua del Oeste en blanco y negro, sino una película nueva en color para personas mayores. Recuerdas la inmensidad del cine abarrotado de gente, la espeluznante sensación de quedarte a oscuras en la butaca cuando las luces se apagaron, junto a otra de expectación y desasosiego, como si estuvieras y al mismo tiempo no estuvieras allí, ya no dentro de tu propio cuerpo, como cuando uno desaparece de sí mismo atrapado en un sueño.
La película era La guerra de los mundos, basada en la novela de H. G. Wells, alabada en la época como una obra importante en el ámbito de los efectos especiales: más elaborada, más convincente, más adelantada que ninguna aparecida hasta entonces. Eso es lo que has leído hace unos años, pero de lo que no sabías nada en 1953, cuando no eras más que un niño de seis años que veía cómo un batallón de marcianos invadía la tierra, y en aquella pantalla increíblemente grande que se cernía sobre ti, los colores parecían más vivos que los que habías visto jamás, tan brillantes, tan claros, tan intensos que llegaron a dolerte los ojos. Naves metálicas, redondas como piedras, aparecían en el cielo de la noche, aterrizaban y una por una iban abriéndose las escotillas de aquellas máquinas voladoras de cuyo interior, poco a poco, surgía un marciano, una figura prodigiosamente alta con brazos como palillos y dedos inquietantemente largos. El marciano fijaba la mirada en un terrícola, lo miraba fijamente con sus grotescos y protuberantes ojos, y al momento siguiente se producía un fogonazo de luz. Segundos después, el terrícola había desaparecido. Apagado, desvanecido, reducido a una sombra en el suelo, y luego esa sombra se borraba a su vez, como si aquella persona nunca hubiera estado allí, como si jamás hubiera existido. Por extraño que parezca, no recuerdas haber pasado miedo. Fascinado, probablemente sea ésa la palabra que mejor describe tu estado, una sensación de sobrecogimiento, como si el espectáculo te hubiera hipnotizado hasta sumirte en un adormecido embeleso. Entonces ocurrió algo horroroso, algo mucho más terrible que el exterminio o la desaparición de los soldados que habían intentado matar a los marcianos con sus inútiles armas. Aquellos militares quizá se habían equivocado al suponer que los invasores venían con intenciones hostiles, tal vez los marcianos sólo estuvieran defendiéndose como haría toda criatura al verse atacada. Estabas dispuesto a concederles el beneficio de la duda, en cualquier caso, porque no te parecía bien que los humanos permitieran que su miedo se transformara tan rápidamente en violencia. Luego llegó el hombre de paz. Era el padre de la primera actriz, la bella novia o la mujer del protagonista, y su padre era pastor o sacerdote de alguna clase, un religioso, y con calma y voz tranquilizadora aconsejó a los que estaban a su alrededor que se acercaran a los alienígenas con cortesía y amistad, que se aproximaran a ellos con el amor de Dios en el corazón. Para demostrar su punto de vista, el valeroso padre-pastor echó a andar hacia una de las naves, sosteniendo la Biblia en una mano y un crucifijo en la otra, diciendo a los marcianos que no tenían nada que temer, que los de la tierra queríamos vivir en armonía con todos los habitantes del universo. La voz le temblaba de emoción, los ojos se le encendían con la fuerza de la fe, y entonces, al llegar a unos metros de la nave, se abrió la escotilla, apareció un marciano como un palillo, y antes de que el padre-pastor pudiera dar un paso más, hubo un fogonazo y el portavoz de la palabra sagrada se convirtió en sombra. Poco después, ni siquiera eso: se había transformado en nada en absoluto. Dios, el todopoderoso, carecía de poder. Enfrentado al mal, Dios estaba tan indefenso como el más desamparado de los hombres, y aquellos que creían en él estaban condenados. Tal era la lección que aprendiste aquella noche con La guerra de los mundos. Fue una sacudida de la que nunca te has recuperado.
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