No hay tierras de extranjeros. Quien viaja es el único extranjero.
Robert Louis Stevenson
Robert Louis Stevenson
Debes cambiar de ánimo, no de cielo, pues nunca mejora su estado quien muda solamente de lugar, y no de vida y costumbres.
Partiendo de tan sano consejo, Ulises
propuso unir el ir y venir del título que yo proponía bajo el manto de
un mismo verbo, ese ambiguo y peligroso “cambiar” que se nos ha tornado
tan urgente e indescifrable. Desde entonces me persiguen tres preguntas:
“¿Quién no quisiera alguna vez cambiar de cielo?”, “¿Quién no teme
perpetuar semejante cambio?”; y la más pragmática y geográfica: “¿Cuánto
puede cambiar nuestra visión del cielo”.
Recuerdo haber leído un poema sobre la
agonía de un soldado inglés que yace en una planicie con los ojos
abiertosluego de una batalla en tierras lejanas. La queja más honda
durante su última noche no se refiere a sus terribles heridas:
— ¿Cómo puedo morir bajo estrellas que no son las mías?
Para que se diera esta cosmológica
nostalgia este soldado debe haber peleado en el hemisferio sur; digamos
que en la batalla de Majuba Hill, la más humillante para los británicos
en las guerras contra los bóeres.
Dejando a un lado estos estelares
tecnicismos, recordemos que la observación de las estrellas estuvo una
vez relacionada con los orígenes de la ciencia y la religión. Los
primeros templos eran lugares consagrados a “con-templar” el firmamento a
la búsqueda de augurios y presagios. Por razones que van del
escepticismo y la desacralización a la contaminación y las nuevas
tecnologías, hemos dejado de observar la bóveda celestecon nuestros
propios ojos. Las noches se ha ido haciendo enrarecidas yya no
compartimos el placer y la emoción de contemplarla hasta hacerla
nuestra.
Lo cierto es que yo suponía que el
angustioso y agonizante deseo del soldado ingles por retornar al terruño
se definía desde hace milenios como un estado de “nostalgia”, e
imaginaba a héroes como Odiseo padeciéndola y esgrimiendo su ansiedad
como principal excusa cuando Circe, la bellísima hechicera, insiste en
convencerlo de no retornar a su hogar.
Odiseo aún no sabía que su verdadero
destino era el viaje en si mismo. Llegó a Ítaca, aniquiló a quienes
usurparon su hacienda, abrazó a su fiel criado, hizo el amor con
Penélope hasta olvidar cuanto la había extrañado, y entonces partió de
nuevo a la aventura con sus viejos compañeros en un barco maltrecho. En
la Divina comedia Dante y Virgilio lo encuentran en una de las
pailas del infierno y le preguntan por qué mereció semejante castigo.
Odiseo les cuenta que se arrojó al profundo mar abierto. El Mediterráneo
les quedaba ya pequeño y pasaron las costas de España y de Marruecos
hasta más allá de donde Hércules plantara sus columnas, y, cada vez más
ansiosos, siguieron el sol hacia el mundo inhabitado, hasta que “del
otro polo todas las estrellasvio ya la noche”. Habían cambiado de cielo.
Pocos días después llegaron a divisar una montaña oscura, que puede
haber sido América, y una gran alegría se transformó en llanto, pues de
la nueva tierra surgió un torbellino e hizo girar la barca “hasta que el
mar se cerró sobre nosotros”.
Después de esta lectura, comprendí que
la nostalgia de Odiseo no se limitaba al regreso y tenía algo de
soberbia. Y resulta que, justo ahora, cuando me ha tocado enfrentar
estas mismascambiantes e inciertasmareas, vengo a descubrir
que“nostalgia” es un término inventado. Por supuesto que toda palabra y
cada letra es una invención que logra fusionar una idea, un sonido y un
dibujo, pero nunca imaginé que “nostalgia”, con sus ecos milenarios,
fuera una creación tan reciente.
En 1668, unos mercenarios suizos que
prestaban servicio en las llanuras de Italia comenzaron a padecer de
fiebre, mareos, calambres y dolores de estómago. Los médicos del
ejército pensaban que el extraño síndrome se debía a un problema en el
oído medio generado por haber estado sometidos durante su niñez al
constante sonido de las campanas que guindan de las vacas suizas. El
entonces estudiante de medicina, Johannes Hofer, intentó demostrar que
la patología era psicológica y se debía a un “deseo doloroso de regresar
a casa”. Hacía falta darle un nombre a su diagnóstico y Hoferunió el
griego nostos, ‘regreso’, con algos, ‘dolor’.
Ciertamente antes de 1668 ya existían
palabras que definían esta misma ansiedad. La temeraria relación con el
mar de los navegantes portugueses generó “saudade”, que reina con su
melancólica cadencia sobre las demás ofertas de otros idiomas. Nuestra
castellana “añoranza”, que proviene del catalán enyorar y
parece tener relación con “ignorar”, puede explicarnos el sufrimiento de
“no saber qué rayos está ocurriendo en mi tierra durante mi ausencia”.
Mi caso no es tan serio como el eterno e
insaciable retorno de Odiseo ola alienada noche de un guerrero
moribundo. No me dan los dolores de estómago de los mercenarios suizos,
solo leves gastritis cuando me excedo con el vino blanco. De hecho,
cuando estoy en Barcelona comiendo en un buen restaurante o escuchando
un concierto en el Palau de la Música, no me siento nada mal. Es en las
rutinas ordinarias de pasear por una calle, tomar un café en una plaza o
bañarme en el mar, cuando me considero un traidor. Para hacer faenas
tan sencillas,bien podría estar con mi genteen Caracas, haciendo quórum.
A los venezolanos la nostalgia se nos ha
tornado esférica. Sentimos tanto el dolor de querer marcharnoscomo el
de querer volver, incluso el de haber vuelto. Hablo de una nostalgia
esférica y no circular porque,además de ocurrir en la dimensión
relativamente plana del ir y venir, opera también en el tiempo.A veces,
sin movernos de un mismo punto, recluidos en nuestra casa y hasta
varados en nuestro propio lecho, sentimos una nostalgia tan insoportable
como la de un marinero de Colón, harto del incierto primer viaje. Para
sufrir por algo que se ha tenido o vivido y que ahora no se tiene ni se
vive, no hace falta recorrer ni un metro de terreno.Esas nostalgias que
dependen del transcurrir del tiempo no tienen remedio, pues se proyectan
en una sustancia a través de la cual no podemos retornar ni
apresurarnos.
Pessoa nos asoma a una variante: “No hay
nostalgia más dolorosa que aquella de las cosas que no han sido nunca”.
El humorista Willy Rogers lo dice de una manera más cruel: “Las cosas
no son como solían ser, y probablemente nunca lo fueron”. Esta vertiente
es la que más me concierne como escritor, pues alimentarse de lo que
nunca fue y extrañarlo como si hubiera existido es un buen punto de
partida para la ficción, tan explotada en el intento de hacer posible lo
imposible.
Para Ortega y Gassetlas aguas de la
filosofíabrotandeese mismo manantial. Todo lo que existe y percibimos es
esencialmente un “mero trozo, pedazo, muñón”, de algo mucho más amplio.
Apenas comenzamos a intuir esa posible y necesaria totalidad, nos
asomamos a “la herida de su mutilación”, y cada fragmento “nos grita su
dolor de amputado, su nostalgia del trozo que le falta para ser
completo, su divino descontento”. Ortega encuentra en este “echar de
menos lo que no somos” —yo añadiría “lo que no logramos ser”—un
necesario punto de partida para la filosofía que busca el todo en la
parte. Pero, cuidado, también podría llegar a convertirse en una
paralizante e inconducente nostalgia. La sola idea de estar añorando lo
que nunca fuimos nos obliga a una revisión que puede ser devastadora,
aplastante.
Existe una dimensión que debe
mortificarnos aún más: la nostalgia de futuro. Lo que la añoranza tiene
de ignorancia se exacerba cuando la proyectamos hacia un porvenir
siempre desconocido. Y aquí quiero referirme a la masoquista
contradicción de un futuro que cada vez nos luce más evidente y
necesario y, a la vez, más confuso e imposible.
Por esos derroteros anda el verdadero ir
y venir de nuestra nostalgia, dando bandazos entre un pasado que nunca
fue y el futuro que jamás será. Aceptar estacondición ya sería un gran
avance. Al igual que el sostener un peso nos hace más conscientes de
nuestros movimientos y extremidades, el dolor de la nostalgia puede
revelarnos ciertos mitos y eslabones perdidos en la comprensión de
nuestro espacio, de nuestro tiempo, de nuestra historia.Esta misma
extraña sensación que produce el tener entre los brazos la pesadumbre de
un gran vacío podría estimularnos a entender, sin tanta melancolía, qué
hemos sido y qué podemos ser, que no hemos sido y jamás podremos ser.
Esta es la intención o, más bien, la
combustión de estos cuentos. Quisieran servir de fragmentos para
avizorar el todo;hacer de extremidades para sentirnos menos amputados y
evitar esa nostalgia,tan estática como estítica, capaz de marearnos en
el histérico y enredado remolino de “no poder llegar a ser lo que
queremos ser puesto que nunca hemos sido lo que pensábamos que podíamos
ser”, y, así, hasta ahogarnos en las fuertes corrientes que no supimos
prever, entender y enfrentar.
Al menos Odiseo dejó un registro de sus
logros y desdichas. A esas estelas se limita el oficio del
escritor:seguir sin pretensiones de piloto nuestro rastros y
mutilaciones, escapes y ciertos retornos que hoy solo sirven para soñar
con volver a partir.
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