Grabado del Marqués de Sade. / mary evans Photo by: rue des archives
Donatien Alphonse François de Sade, más conocido como el marqués de Sade, de cuya muerte se cumplen hoy 200 años, nació en 1740, en pleno Siglo de las Luces, y tuvo el honor de ser perseguido tanto por el Antiguo Régimen como por la Asamblea Revolucionaria. Dicho en otras palabras: ningún sistema podía asimilarlo, y solo el paso del tiempo y el cambio de actitudes morales y filosóficas han ido permitiendo que toda su obra salga a la luz. Aún ahora mismo no es fácil enjuiciarlo.
Dependiendo del prisma desde el que se le mire, puede parecer uno de los espíritus más libres y revolucionarios de todos los tiempos, como creían Flaubert, Rimbaud, Bataille y los surrealistas, o puede verse también como alguien que llevó al límite de lo posible el espíritu disoluto y despótico de la aristocracia del Ancien Régime. Quizá ambas tendencias conforman una unidad dialéctica inseparable de su figura, y quizá las dos tienen razón, si bien solo parcialmente.
Aunque en su obra aparece con mucha frecuencia la figura del verdugo en actos descritos con temple frío y distanciador, lo cierto es que pasó buena parte de su vida en cárceles y asilos mentales, y en ese sentido fue claramente una víctima purgando delitos que no había cometido, a no ser que consideremos un delito sus libros. Dicho lo cual cabe pensar que lo condenó la ausencia de libertad de expresión más que su presunta apología del crimen y el horror.
Es evidente que no fue tan disoluto como sus personajes, y no pocos de sus contemporáneos se entregaron a orgías de sangre en las que Sade no participó: le bastaba con imaginarlas. Aunque fue muy original, no hay que ignorar que parte de su obra está estrechamente vinculada a un género muy de moda en su tiempo: el libelo obsceno y demoledor.
Practicó todos los géneros literarios de la época: novela, ensayo, poesía, teatro, y algunas de sus obras más celebradas, como La filosofía en el boudoir y sus novelas, están llenas de humor corrosivo y desestabilizador.
En lo que se refiere a la cultura en español, Octavio Paz le dedicó un hermoso poema: El prisionero; Rafael Conte se ubicó en su alma haciendo un relato en primera persona: Yo, Sade; y Gonzalo Suárez le dedicó una novela monumental, presidida por una desconcertante objetividad cinematográfica, no del todo ajena al efecto distanciador del marqués: Ciudadano Sade.
En lo que se refiere a Francia, los textos dedicados al marqués son innumerables y me referiré solo a dos que impresionan por su sutileza: Sade mi prójimo, donde Pierre Klossowsky profundiza en los aspectos más abismalmente humanos de Sade, y el ensayo de Roland Barthes Sade, Fourier, Loyola. Puede sorprender que Barthes relacionase a Sade con Loyola, pero no si advertimos que en los dos se detecta una mística de la enumeración. Como Ignacio de Loyola en sus ejercicios, Sade quiere ser exhaustivo y agotar todas las fantasías posibles, hasta que ya no pueda añadirse ni una más: tiene esa ambición, hija de la Enciclopedia.
Es ya común decir que se trata de un escritor más bien aburrido. En sus novelas no lo parece en absoluto. Puede resultar más tedioso en libros inclasificables como Las 120 jornadas de Sodoma, pero no si se lee desde un ángulo psicológico y antropológico, pues ilustra mucho de todo ese magma sangriento y totalitario que alberga la zona gris del alma, esa zona en la que la figura humana deja de conmover y emocionar para convertirse en una sustancia abstracta sobre la que poder ejercer toda la violencia que omitimos normalmente, y que según Freud sería el resultado más íntimo e inconfesable del malestar de la cultura y de todas sus mordazas. A menudo olvidamos que dentro de nuestro ser malvive un animal que clama por sus derechos, y que a veces despierta para mostrar su cara menos complaciente.
Siendo en sí mismo un racionalista, abre de par en par las puertas de lo irracional. Su verdadera filosofía aparece con bastante claridad en su poema La verdad, donde atribuye a la naturaleza un furor desatado y una violencia desmedida y aconseja dejarse llevar, sin ninguna resistencia, por ese mismo furor y esa misma violencia. Puede ser muy discutible esa idea de la naturaleza, pero con toda evidencia nos hallamos ante una visión que se adelanta al espíritu volcánico del Romanticismo y a todos los excesos del simbolismo y el surrealismo. Curiosamente, nadie ha llegado tan lejos en la exploración de la crueldad. Sade marca un límite demencial que nos sigue dejando estupefactos, a pesar de que llevamos ya un buen tiempo aceptándolo entre nosotros. Quizá hay escritores que nunca acaban de ser asimilados por completo, y en eso se fundamentaría su verdadera gloria. Nietzsche sería uno de ellos, el otro sería sin duda alguna Sade.
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