Presentación de la 23a edición del Diccionario de la Lengua Española. / S. R.
Hay quien usa las palabras y hay quien además las destripa, las estudia, analiza sus constantes vitales y sella el diagnóstico que marcará su destino: viva, muerta o en desuso. Lexicógrafos y académicos trabajan en los talleres del idioma buscando el aliento de antiguas palabras que nadie quiere jubilar si las usó Cervantes, por ejemplo, y escrutando como a adolescentes en falta términos ya instalados como birra o como blaugrana.
Y esa misión cumplida, ese nuevo Diccionario de la lengua española en el que han participado las 22 academias de la lengua española, se presentó este martes en la Feria del Libro de Guadalajara con dos mensajes de bandera: es el mayor esfuerzo por mantener en vigor un español común compartido por 500 millones de hablantes; y la corrección política no es lo suyo.
“Ortega y Gasset ya dijo que el autor de un diccionario es el único que cuando escribe una palabra no la dice. Cuando el diccionario registra una palabra insultante no insulta”, declaró Pedro Álvarez de Miranda, miembro de la Real Academia Española (RAE) y director de la vigésimo tercera edición de la obra. “Las palabras en el Diccionario no están dichas, sino pinchadas en una vitrina, como la de un entomólogo”.
Palabras delicadas que pueden afectar a colectivos, etnias, minusvalías o enfermedades suscitan siempre protestas. Y el académico relató cómo algunas acepciones de gitano, judío o del cáncer generan cartas y debate. Algunas sirven para modificar construcciones erróneas como la que definía “sordomudo”. “Podemos declarar una acepción en desuso, pero no podemos eliminarlas, por eso pedimos la comprensión de todos”, aseguró.
Juan Luis Cebrián, académico desde hace 17 años y presidente de EL PAÍS, se definió como “un soldado entre generales” y narró las discusiones “aceradas y atribuladas” que celebran los académicos antes de tomar las decisiones más controvertidas, tanto para eliminar como para incorporar un término. “La palabra globalización nos llevó más de tres meses y en esas discusiones Mario Vargas Llosa participó muy activamente. La influencia de Carlos Fuentes, por ejemplo, fue clave a la hora de establecer la palabra gobernanza y no gobernabilidad como término preferido”.
Cebrián recordó la definición que Roa Bastos hacía de diccionario como “un osario de palabras vacías” y defendió cómo, sin embargo, está cambiando gracias en buena parte al trabajo conjunto con las academias del español en todo el mundo, cuyo papel solo debe ser creciente en una realidad que deja a los españoles en minoría frente a los mexicanos o los hispanohablantes de Estados Unidos, que en 2050 o 2060 superarán a los de México: “Ha cambiado y debe cambiar todavía más, porque es un libro que lleva 300 años elaborándose por muchos autores, y los principales autores son los hablantes que van contribuyendo con su uso”.
La mesa de debate que sirvió de presentación al nuevo Diccionario fue un foro de anécdotas y ejemplos de cómo ese espíritu de lo políticamente correcto presiona a los académicos casi tanto como los neologismos que empujan y se abren paso gracias al nuevo universo digital.
Cebrián, por ejemplo, relató cómo hace años el término antofagasta como equivalente a “pesado” desató protestas de los vecinos de esta ciudad chilena o cómo las definiciones de enfermeros, por ejemplo, suscitaron reacciones de los colegios profesionales afectados por las consecuencias legales que adquieren las acepciones en el diccionario. La definición de enfermero aludía a su trabajo “bajo la vigilancia de los médicos” y el cruce de discusiones desembocó en la matización: “siguiendo pautas clínicas”.
Presiones, análisis meticulosos y convivencia de esos 500 millones de hispanohablantes marcaron así el debate de la mesa y de las academias. Porque como dijo el director de la RAE, José Manuel Blecua, “el Diccionario se mueve entre la innovación y la renovación”.
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