Anthony Burgess reseñado

Publicado originalmente en "Moleskine literario". Aquí tienes el enlace.

Sinfonía napoleónica: una novela en cuatro actos de Anthony Burgess, editado por Acantilado, donde el célebre narrador de La naranja mecánica se da el lujo de trasladar al papel dos de sus obsesiones: el compositor alemán Bethoveen y el militar francés Napoleón Bonaparte, cuando era un joven héroe de la revolución francesa. La reseña en El Cultural es de Germán Gullón.  
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Dice la reseña:
Novela de arte. Esas son las palabras justas para describir Sinfonía napoleónica. Un texto que intenta acercar la prosa, lo contado, la vida de Napoleón Bonaparte (Ajaccio, 1769 - Santa Elena, 1821), a la música, a la Tercera sinfonía de Beethoven, dedicada también al héroe francés. El autor y compositor inglés Anthony Burgess (Manchester, 1917- Londres, 1993), renombrado, entre otros libros, por La naranja mecánica (1962), se sintiófascinado como el músico alemán por el joven héroe de la Revolución francesa, quien se convertiría en villano cuando se autodeclaró Emperador de una República.

Ludwig van Beethoven le dedicó su mejor sinfonía, la más larga, tan desproporcionada como el personaje mismo. De hecho, sus múltiples acordes y tensión dejan a sus intérpretes, a los violinistas, exhaustos, e igual le sucederá al lector de este texto, cuando sortee la variedad de discursos, las genialidades y las vulgaridades del militar. Poco a poco, irá perfilándose una figura humana, altamente humana. Entonces, la Heroica de Beethoven suena en nuestro recuerdo, en la versión de los directores Daniel Barenboim, de Ricardo Mutti… Arte, como dije.

Y junto a la música hay humor. Burgess confiesa en una “Epístola al lector” que escribir esta obra sobre Napoleón fue una temeridad, especialmente porque existía una ya de León Tolstói. Después “de ese vodka, ¿quién quiere la cerveza del inglés?” (pág. 442). Pero no nos engañemos, esta ficción supone el trabajo de un maniático del lenguaje, cuyos momentos felices sugieren imágenes cautivadoras: “Un precioso amanecer de huevos rotos y de conchas de ostras despuntaba sobre París” (pág. 101). Y también de alguien que logra revelar dimensiones profundas de ese fenómeno llamado Napoleón: “No está ahí para personificar una nueva noción de absolutismo o de democracia, o de lo que prefiera. Está ahí para apropiarse de la época y convertirla en él mismo” (pág. 100).

En el primer movimiento de esta sinfonía verbal, como en la citada de Beethoven, el tempo es rápido, con fuertes contrastes tonales: las conversaciones del general corso con Josefina, entremezcladas con fragmentos de táctica militar, con revelaciones sobre la campaña de Egipto -que ocultaba el hecho de que un país de árabe era invadido por la Francia católica-, los encuentros con la odiada armada inglesa, y mucho más. Aquí encontramos a Napoleón en toda su bravura.

Los siguientes movimientos rítmicos nos llevarán a las campañas del genio militar contra los austriacos, en la península italiana, la desastrosa incursión rusa, el entrenamiento de sus hermanos y familiares, y terminaremos con el último movimiento en la isla de Santa Elena. Un cierre espléndido, donde Napoleón pasa de ser un mero personaje importante de la historia, el monstruo, el tirano, el libertino, a crecer en la memoria como el defensor de una serie de principios, los que cimientan la edad moderna, los derechos humanos, la igualdad y la libertad. Este hombre que se halla al final de su vida prisionero quedará para la historia coronado como un gran libertador.

Curiosamente, en Santa Elena entablará amistad con una quinceañera, Betsy, hija de quienes le cuidan, quien al conocerlo lo ve según lo retrataba la prensa inglesa, como un ogro, vestido de uniforme, el sombrero de tres picos, la mano en el pecho. Pero al poco tiempo dejará de verlo así, y por eso se atreverá a enseñarle un muñeco que resume y parodia su vida. “El juguete, de tosca factura, consistía en una caricatura de su persona, con el característico sombrero militar, pero, por lo demás, tenía la forma y hasta la cola de un mono que, aferrado a un palo, trepaba a lo alto cuando se tiraba de un cordón, y entonces su simiesca y falsa majestad caía en una base plana, pintada de verde, que lleva inscrito el nombre de Santa Elena” (pág. 366). Burgess resulta siempre un escritor autoconsciente de su arte y lleno de humor cómico, no del que te hace reír a carcajadas, sino el humor propio de un espíritu fino, de quien sabe que la vida encuentra su equilibrio entre la comedia, de los actos humanos cotidianos, y la tragedia de nuestro destino. Y como en El Quijote de Cervantes no hallamos en este texto una sola verdad, sino varias, contradictorias, ambiguas. Ahí encontramos la grandeza del arte.

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