Lisbeth Tipantasig, Arturo Pérez-Reverte y Rodrigo del Campo en la sala de plenos de la RAE, en Madrid / Alejando Ruesga
Lectores implacables, los jóvenes no se dejan impresionar por el canon. Lisbeth Guadalupe Tipantasig Chato y Rodrigo del Campo Grijalbo comentan sin complejos las virtudes y defectos de El sí de las niñas, una de las lecturas obligatorias de 2º de bachillerato. Es lo que estudian ambos en el IES Cervantes de la calle de Embajadores, un histórico instituto madrileño —Antonio Machado fue allí profesor de francés— donde al autor del Quijote se le conoce como “el jefe”.
Mientras atraviesan el paseo del Prado, Lisbeth (nacida en Quito, Ecuador, hace 18 años) y Rodrigo (nacido en Madrid hace 17) mezclan en la conversación a Leandro Fernández de Moratín con la cantante Rihanna (favorita de ella) y el grupo de heavy metal WarCry (favorito de él), Miguel Strogoff, No abras los ojos, Bailando con lobos y Downtown Abbey.
Convocados por Babelia, se encuentran en la Real Academia Española con Arturo Pérez-Reverte, que les enseña la biblioteca deteniéndose en los 28 tomos originales de la Encyclopédie. La RAE pidió un permiso especial para comprar la obra de Diderot y D’Alembert cuando estaba prohibida en España, y esa peripecia, revela el escritor, será objeto de la novela que publicará el año que viene. Su última empresa, no obstante, ha sido medirse, por encargo de la Academia a la que pertenece desde 2003 (silla T), con el jefe del canon español, el Quijote. Se trataba de preparar una versión “para uso escolar” y el resultado, que acaba de llegar a las librerías, se presenta en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara (México).
Lisbeth, lacónica, y Rodrigo, locuaz, leyeron el año pasado una antología de la novela. En la llamada sala de pastas de la RAE, Arturo Pérez-Reverte explica que su adaptación es otra cosa: “En la Academia nos dimos cuenta de que antologías hay muchas y buenas, pero ningún Quijote como este. En la novela hay un montón de cuentos, digresiones e historias complementarias —el curioso impertinente, la de Dorotea…— que te sacan de la trama fundamental de Don Quijote y Sancho. En tiempos de Cervantes era normal porque esas aventuras insertas en las narraciones eran muy del gusto del lector, pero un lector moderno se pierde. Por eso decidimos podar del texto original todo lo que distrae de la trama básica. Pero en lugar de dejar los cortes, decidimos añadir enlaces como si Cervantes lo hubiera escrito así”.
“O sea, que has reescrito el Quijote”, le dice Rodrigo. “No, no”, matiza el autor de El francotirador paciente. “No podía reescribir a Cervantes. Cuando he eliminado un pedazo he añadido una frase para que hubiese una continuidad y no se notara el corte. Cosas del tipo: ‘Mientras tanto ocurrió que…’. Son pequeñas aportaciones sin importancia que además están tomadas del vocabulario cervantino. Para entendernos, lo he cosido con un hilo que es del propio Cervantes, no mío”.
Chistes viejos pero graciosos
Pérez-Reverte, cuenta, leyó por primera vez las aventuras del hidalgo manchego a los ocho años y en otra antología, la de la editorial Luis Vives: “Está vinculado a mis primeros recuerdos como lector. Luego lo leí completo con 15 años y ya he sido siempre lector habitual del Quijote. Cuanto más lo conoces, más lo disfrutas. Igual que hay libros que lees y dices: ya. Cuanto más sabes lo que dicen don Quijote y Sancho, más te interesa que lo digan como lo dicen. Es como encontrarte con dos amigos cuyos viejos chistes te siguen haciendo gracia”.
Cuando se le pregunta cuál era su idea del Quijote antes de leerlo, Rodrigo salta como un resorte: “Yo es que tengo un problema: de pequeño vivía en Alcalá de Henares y allí sabes que te cae seguro. Vas a la casa de Cervantes, todo se llama Don Quijote y Sancho…”. ¿Y Lisbeth? “Yo tenía esa idea de que el Quijote es un libro difícil de leer y de comprender ya que estaba escrito en castellano antiguo. Luego me di cuenta de que no, aunque algunas palabras tenía que consultarlas en las notas a pie de página, lo que te obligaba a releer el fragmento”. “Eso le pasa a mucha gente”, interviene Pérez-Reverte. “Yo todas las palabras que creía que no se entendían las actualicé. Por ejemplo, jaldes en armas jaldes. Jaldes son amarillas o gualdas, y gualdas se entiende. A veces no llegaba y trabajé con el filólogo Carlos Domínguez Cintas. Procuré que el lector se orientara también por el contexto. La única nota se puso para decir quién fue Avellaneda, el autor del Quijote apócrifo. De todos modos, personas muy cultas y muy leídas también tienen que recurrir al diccionario. La ventaja es que el Diccionario de la Real Academia tiene todas las palabras de Cervantes. Es una de las normas: que todo Cervantes esté en el DRAE. Por cierto, ¿qué concepto tenéis de Cervantes como persona”. “He leído que tuvo un lío de faldas”, responde Rodrigo, “que tiene que huir, que combate en Lepanto y queda manco, que está preso en Argel… Es aventurero porque intenta ir a América y derrotista porque se queda en España, pero ese derrotismo ha dado todas sus obras. La vida lo ha desengañado, siempre ha estado persiguiendo un montón de sueños y cuando sienta la cabeza dice: ‘Vamos a escribir algo de lo que habría querido vivir”.
“Bien visto”, añade Pérez-Reverte, “porque, ¿sabes?, nadie pone lo que no tiene. Ni en el amor ni en la literatura. Si uno no tiene eso dentro no puede ponerlo. Y Cervantes lo tenía”.
Rodrigo
del Campo, Lisbeth Tipantasig y Pérez-Reverte en la sala de
pastas de la RAE, en Madrid. / Alejandro Ruesga
Después de hablar de la importancia en la novela de asuntos humanos y divinos como el humor del escritor o la amistad entre los personajes, la conversación desemboca en la locura de Don Quijote. Se impone la teoría de que no estaba realmente loco. Lisbeth defiende esa tesis con firmeza pero con cuatro palabras: “Se hace el loco”. Días más tarde desarrolla el argumento por correo electrónico: “Solo se hace el loco para lo que le conviene. Para otras cosas está totalmente cuerdo. Don Quijote estaba más cuerdo que todos. Su locura es una excusa para llevar a cabo todas esas aventuras que había leído en los libros de caballerías”. Tirando del hilo de la locura como máscara de libertad, añade: “Si se lo tuviera que recomendar a algún amigo, le diría algo así como: ‘Un libro como el Quijote nos ayuda a sentirnos libres y no darle importancia a lo que la gente piense”.
Un hidalgo en el 15-M
Tomándolos como arquetipos, ¿quiénes serían hoy Don Quijote y Sancho? “Sancho, un alcalde”, dice Lisbeth. “Un alcalde bueno, no corrupto. Eso se encuentra poco”, añade Rodrigo, que prosigue: “Don Quijote es una personalidad tan compleja que podrías asociar a su afán de luchar por los desfavorecidos a un colectivo. Podría ser el 15-M”. Y Pérez-Reverte: “Yo creo que Sancho es lo posible, lo real. A Sancho te lo encuentras en la calle, en lo malo y en lo bueno. Don Quijote, sin embargo, es el ideal. El camino es el que va de Sancho a Don Quijote. Sancho es un labrador que solo piensa en llenar la tripa y la compañía de Don Quijote lo mejora, lo hace superior, admirable, heroico a veces. La lección de Cervantes es que Don Quijote es el espíritu que debe guiar a los Sanchos, pero que es Sancho quien debe hacer el trabajo: quien se moja, quien se mancha, quien pelea, quien debe cambiar. Por eso es más difícil encontrar un Quijote”. “Tal vez seamos un Sancho que intenta ser Quijote”, remata Rodrigo.
De vuelta al Siglo de Oro, la curiosidad de los estudiantes lleva la charla a la serie de El capitán Alatriste. Concretamente a El sol de Breda —la favorita de Rodrigo, aficionado a los temas militares— y a la escena de la quema de la biblioteca. “Eso lo he visto yo, no me lo han contado”, explica el creador del capitán. “Fui reportero muchos años en países en guerra y vi arder casas y bibliotecas. La de Sarajevo, por ejemplo. Pensaba en ella cuando escribí esa escena. En Sarajevo, en mitad del caos, la gente iba a la biblioteca a salvar los libros”. Inmersos en la guerra, el famoso discurso de las armas y las letras no tarda en aparecer: “Cuando Cervantes escribe el Quijote ha fracasado en el teatro. La poesía daba prestigio y el teatro daba dinero. La novela era menor. Cervantes es un fracasado, pero su orgullo es haber sido soldado. Es conmovedor que incluso de viejo esté más orgulloso de Lepanto que del Quijote. El respeto por lo que fue le permite soportar el fracaso de lo que es”.
“Hay incluso un guiño en ese hombre que viene de Argel y que ha combatido en Lepanto”, recuerda Rodrigo. “El cautivo”, apunta Lisbeth. “Eso me lo he cargado”, avisa Pérez-Reverte. “Ayer lo estuve releyendo por si se me olvidaban cosas”, prosigue el chico sin inmutarse. “No me había fijado la primera vez. Pensé: ‘Mira, un año después veo cosas que no había visto”. “Yo tengo 63 años y lo he leído entero 3 veces, y a trozos, no sé, 15, 20. Y todavía encuentro cosas nuevas. Por eso es grande. El Quijote es un libro que envejece contigo. Hay reflexiones que no había visto porque era incapaz de verlas. Ahora, con mi edad, con mis canas, con mi experiencia, con mi vejez, con mi decadencia física, comprendo mejor”.
Don Quijote de La Mancha.
Miguel de Cervantes. Edición de la Real Academia Española adaptada por
Arturo Pérez-Reverte. RAE / Santillana. Madrid, 2014. 592 páginas. 10,95
euros (digital: 6,95).
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